Amanecer

Solíamos matar las horas queriéndonos. 
Ahora acostumbro a esconder la cabeza entre las sábanas, 
que tantas madrugadas nos escucharon amanecer 
colgados del teléfono. 

Aquellas noches hubiese firmado el fin del mundo
por enredarnos en caricias. 
Pero aprendimos el arte de arropar las ganas imposibles. 
Era la única manera de engañar al amor
(que me salía por los poros) 
con que algún día 
no habría
espacios libres en mi colchón. 


Y al final resultó que las veces que te soñé
respirando en mi almohada, 
son las mismas en las que tú 
me olvidaste. 
Hasta que un día me descubrí llorándole a un teléfono que ya no sonaba. 

Sé que entendiste antes que yo
que no sirve de nada quererse desde el otro lado del mar; 
porque no se pueden teñir de azul 
el dolor y el sinsentido 
de un amor a kilómetros. 
Y no te culpo por ello. 

Pero también sé 
que no hay mañana en la que no me pregunte 
cómo sería si te hubiese podido mirar a los ojos 
para pedirte que no te marcharas. 
Y cómo diablos pude sentir
sin morir
que te alejabas cada vez más 
y se multiplicaban los mares y las distancias 
que nos separan. 

Aún hoy puedo notar el nudo en mi estómago cuando nos recuerdo. 
Y puedo verte todavía en cada canción, 
en cada cielo y en cada playa. 
Y no he dejado de arruinar las madrugadas 
en las que ya no estás preguntándome una y otra vez cómo hubiese sido. 
Yo sólo quería la oportunidad de verme en tus ojos
entenderte en tus gestos,
en tus maneras. 
Lo único que necesitaba era desgastarnos 
para quitarme la sensación asfixiante 
de un amor que se ha ido sin ser usado. 

Y aquí estoy, 
colgando en el momento en que decidiste que no valía la pena seguir esperando 
a que por fin pudiésemos amanecer.

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