Esperar a que el corazón se pronuncie.

Intentamos nadar a contracorriente en un bote sin motor. No contamos ni si quiera con un remo. El único que teníamos se rompió hace tiempo. La corriente se vuelve cada vez  más fuerte, y próximamente llegaran los rapidos. Sólo nos queda un chaleco salvavidas y ninguno le quiere. Que orgullosos. Por eso perdimos el remo. La barca no aguantará mucho más, pero no queremos remar más. El cansancio ya hace estragos. Simplemente nos tumbamos y nos abrazamos, mirándonos fijamente a los ojos mientras oimos la madera crujir y despedazarse. Nuestra mirada de complicidad dice que ya no merece la pena intemtar remar. Nuestras manos se apretan fuerte, y agua dulce refresca las yagas de nuestras heridas caras. Hemos llegado muy lejos. Pero ya no hay remo, y la barca está vieja. ¿Qué más podemos hacer?

Podemos luchar y seguir hiriendonos, con la esperanza de llegar pronto al nacimiento del río y poder descansar en paz por fin. O parar y dejar que la barca se rompa y la corriente nos aleje. Nuestras miradas han hablado, pero tenemos que esperar a que el corazón se pronuncie.