Borja Martinez.

Me despertó el sonido sordo de las gotas de agua inmolándose contra la ventana de mi habitación. Era una mañana grisácea del mes de Noviembre y juraría que había sido la primera noche en semanas que había logrado dormir de manera consecutiva. Me revolví contra las sábanas con mis sentidos aún embotados y tratando de asimilar su retorno a la vigilia y me froté los ojos, secos, que parecían luchar con todas sus fuerzas contra la posibilidad de abrirse por completo a la gélida luz natural que inundaba la habitación. Tras vacilar durante un par de minutos, hice acopio de la escasa voluntad que pude reunir y fui al baño para dejar que fuera el agua caliente la que se encargara de devolverme a la realidad.

Cuando regresé a la habitación me planté frente a la ventana y, tras unos segundos de ceguera, contemplé el enmarañado paisaje urbano que se extendía en todas las direcciones como una jungla de hormigón y hierro. Bajo un cielo plomizo sembrado de nubes que daban la sensación de venirse abajo como un alud en cualquier momento, millares de gotas centelleaban durante una fracción de segundo antes de desaparecer sobre la superficie de tantos tejados como desde allí alcanzaba la vista. Abajo, sobre las aceras cuya suciedad el agua daba la sensación de multiplicar copiosamente, tan sólo se adivinaba la presencia de un par de transeúntes caminando bajo los abombados octógonos que conformaban sus paraguas, intentando protegerse del insistente chaparrón y, quizás, de aquellas nubes que amenazaban con derrumbarse sobre ellos como un saco de ropa mojada.

Pensé en cómo la lluvia me había fascinado desde que, siendo apenas un niño, caminaba por la calle mientras observaba atónito cómo ésta había alterado por completo el entorno con esa capacidad inusitada para aparecer repentinamente y adornar, transformar o incluso destrozar las cosas para después evaporarse y desparecer como si nunca hubiera estado allí. Desde entonces, montones de veces en mi vida deseé ser lluvia. Deseé aparecer de la nada, acompañado por las atronadoras fanfarrias de un sinfín de oscuras nubes, y abalanzarme sobre la ciudad hasta cubrirla por completo. Filtrarme de manera incontrolable por cada uno de sus resquicios y penetrar en cada grieta del ánimo de sus habitantes. Hacerla mía de manera incontestable, ajeno a toda responsabilidad, y después dejar que el sol me llevara hacia arriba en un cálido ascenso rumbo a mi próxima caída.

Miré hacía una de las tantas ventanas que desde mi posición resplandecían reflejando aquel crepúsculo de luz y me pregunté cuántas personas se encontrarían en ese momento contemplando desde el otro lado del cristal la caída de aquel océano fragmentado. Me pregunté cuántos de ellos habrían deseado alguna vez ser lluvia. Cuántos de ellos apreciarían la belleza y el misticismo con que la lluvia adornaba esos rincones de la ciudad en los que, generalmente, la mayoría de las personas jamás reparaban en mirar. Al margen del hecho de que por entonces vivía en uno de los puntos más altos de la ciudad, consideré  igualmente  que probablemente fueran muy pocas, o puede que incluso ninguna. Volví a la cama, a aquella cama de mil batallas, y me tumbé entre las revueltas sábanas, cuyo ligero tufo a sudor quedó inmediatamente anulado por la afrutada y fresca fragancia que el gel de baño y el vapor del agua caliente habían adherido a cada uno de mis poros. Miré el reloj. Apenas eran las diez de la mañana y repentinamente,  la perspectiva de que aquel sería otro interminable día de tedio y frustración empezó a tomar forma en mi mente.  


Desde que, hacía dos meses, decidí una mañana cualquiera levantarme de la silla frente a aquel escritorio sobre el que sólo podía sentir que había desperdiciado los últimos siete años de mi vida y abandoné mi puesto de trabajo sin intención de volver jamás, apenas había salido de casa más allá de para obtener los recursos básicos que una persona necesita para subsistir en su día a día.

En ese relativamente corto lapso de tiempo, no quedé con nadie, ni hablé con nadie. Durante aquellos dos meses experimenté la soledad en su estado más puro y difícilmente puedo decir si durante ese tiempo existí para alguien, o si realmente existí fuera de los límites de mi propio pensamiento. Mi cuerpo ejerció como un simple envoltorio, en apariencia vacío, que parecía funcionar de manera automática, adiestrado para realizar las labores diarias que necesitaba para sobrevivir. Mientras tanto, mi mente permanecía atrapada en una densa niebla. Una niebla tan espesa que no permitía vislumbrar futuro alguno más allá de un desalentador blanco que evocaba el más triste de los vacíos y tan densa, que el simple hecho de querer enlazar ideas y conceptos se antojaba una labor titánica. Pero, aquel día, algo cambió.


Gracias Borja, por dejarme publicar este hermoso fragmento en este blog. Y para finalizar tan maravillosa experiencia, un comentario:

 "La soledad es algo subjetivo. Nadie esta solo nunca si no lo autoelige. Siempre habra alguien dispuesto a estar contigo, a tu lazo, en los peores momentos, amándote. Aunque te haya odiado. Y como ultimo recurso, tu mismo estarás."

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